Vivimos en una contemporaneidad donde, debido a la profundización de la elaborada manipulación del deseo y las ideas marketineras propias de este triste capitalismo tardío, las tendencias y las modas alcanzaron un punto apabullante. En un mundo que pregona cada vez más el individualismo y la diferenciación, paradójicamente, la homogeneización de pensamientos y discursos está acabando con la verdadera diversidad en todos los ámbitos de nuestra cultura. Los discursos teatrales –y no me refiero solo a las propuestas escénicas– no escapan a esta realidad. En este sentido, hace un tiempo ya que la frase “nadie sabe lo que puede un cuerpo” de Baruch Spinoza (1622-1677) circula en nuestro medio teatral con particular insistencia.
Considero que es ésta una insistencia que puede ser calificada como positiva por la trascendencia de las palabras del filósofo neerlandés en muchos campos y sentidos desde hace ya mucho tiempo.
Sin embargo, como siempre, corremos el riesgo (inevitable) de su fetichización, donde su sentido profundo puede perder ante una liviana asociación libre de palabras y ante un también liviano correlato en el campo pragmático.